“Anoche vino tu papá y me dijo que me extraña que ya me vaya ¿me crees?, me preguntó mamá mientras nos bañábamos.
Claro que te creo ¿cómo está? “Tan guapo como siempre. Traía su camisa azul, esa que tanto me gustaba y que combinaba con sus ojos”.
Hay que apurarnos si quieres hacer toda tu lista de pendientes antes de la carne asada, le dije enjuagando su pelo corto mientras estaba sentada en un banco de plástico en la regadera.
“Me gusta que nos bañemos juntas. ¿Quieres que te cante tu canción? Siempre quiero que me cantes mamá, respondí.
“Se llevó mi polla el gavilán pollero, la pollita que más quiero, que me sirvan otra copa cantinero, sin mi polla yo me muero … gavilán, gavilán, gavilán, te llevaste mi polla gavilán, si tú vuelves mi polla para acá yo te doy todito el gallinero…”. - listo mamá, hay que apurarnos-
“De niña me la pedías cientos de veces”, reclamó mi urgencia.
Escogí su ropa, la vestí y fuimos a la iglesia del Señor de las Maravillas. Desde niña, cuando me llevaba en vacaciones, me impactaba la figura completa del santo. Era en mi pensar un hombre encerrado en una caja de cristal con la cara más triste que jamás haya visto. “Es muy milagroso. Cuando tengas un problema ven y habla con él, aunque nunca olvides a San Juditas”
En el mercado del Carmen, mientras almorzábamos una cenita de pata ella y yo de milanesa me contó sobre “la visita” de papá.
¿Estás segura que quieres alcanzarlo?, le pregunté con mucha tristeza.
“Por supuesto, lo extraño mucho. Además, yo ya cumplí con ustedes. Estoy agotada”.
Sus palabras me dejaban en claro que se iría pronto y que nada en mi vida volvería a ser igual.
Hicimos carne asada para celebrar lo que ella llamaba su Santo (Sábado de Gloria) aunque en realidad era Viernes Santo.
Estaban mis amigos, los de siempre, esos que desde antes te entregan todo, incluida su solidaridad. Comimos frijoles charros, carne asada y mamá pidió un pedazo de pastel. “No deberías, te hace daño", le dije molesta. “Tú obedece y dame mi pastel”
Apenas y empezaba la celebración cuando quiso subir a su cuarto. Con mucha dificultad le ayudamos a recostarse “te amo mijita”, me dijo sonriendo. “Te amo más mamá”. Descansa para que regreses a la fiesta. ¡Seguro! “No me puedo perder, es mía”.
Casi a las tres de la tarde cuando cerró los ojos, suspiró profundo y murió. Murió como dicen que mueren los más afortunados. Sin dolor, sin escándalos, sin avisar.
Murió frente a mis narices con su mano sobre la mía. Murió dejándome paralizada e inundada de pánico al ver como su cuerpo iba rápidamente cambiando de color. Nunca había visto a un cuerpo desprenderse de la vida de esa manera. Pero no era cualquier cuerpo, era el de mi madre.
Supongo que cumplió su deseo. Supongo que quería ver a mi padre. Supongo que no sabía el dolor que dejaría.
Siempre me lo dio todo; incluso, su último suspiro. ¡Qué cabrona! Era Viernes Santo, el día de la muerte de Jesucristo, pero también de ella.