“La vanidad y el orgullo son dos cosas distintas, aunque muchas veces se usen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros”: Jane Austen

La primera vez que me rompieron el corazón apenas tenía 11 o 12 años. Fue Alfredo, mi mejor amigo y vecino. Solíamos hacer muchas cosas juntos: comer, ver la tele, jugar a ser artistas. 

Su papá, Don Pedro, y su hermano del mismo nombre, me recibían en su casa como si fuera parte de su familia.

Cuando mi mamá no me encontraba sabía que seguramente estaría metida ahí, en aquel departamento azul del primer piso frente al periódico La Prensa. 

Tres años mayor que yo y bastante guapo, era obvio que me enamoraría. 

Un día me armé de valor, fui a su casa y le pregunté si quería ser mi novio. “Claro que no, estás bien pinche fea”, y con una carcajada como si le hubiera contado un chiste, fue su despiadada respuesta.

“Vente, vamos a jugar”, me dijo luego como si nada. 

Ese día, cuando regresé a mi casa estuve mirándome al espejo por horas. Aquel amigo había desmentido de tajo lo que mi padre, el primer hombre de mi vida, me había hecho creer durante toda mi vida, -sin saberlo y mucho menos Alfredo esa frase transformaría mi vida-. 

Para empezar, jamás tuve el valor de decirle a alguien que lo quiero sin antes asegurarme que soy correspondida. 

Poco antes de los 15 me “enamoré” de Miguel, un muchacho universitario, amigo de mi hermana mayor y que jamás se fijaría en una adolescente a la que llamaba de cariño “pequeña monstruito”.

Una Navidad lo vi desde la ventana de la estancia de mi casa besándose con Nereida, una vecina -a la que le decíamos prima- a ella solo se le veían sus tremendas nalgas y una cachondez insuperable. 

Me quedé paralizada viendo su inhibido faje.  

No recuerdo haber llorado tanto -en ese entonces- como aquella noche en donde supe que no había posibilidad de que “el sapo” -como le decían - me hiciera caso. 

Debía de cambiar y aprender cosas de mujeres: aprender a besar -nunca había pegado mi boca a la de otro- vestirme mejor, caminar como señorita, maquillarme y, ¿por qué no? Hacer todo para que ese par de muchachitos, cómo les decía mi madre, un día se arrepintieran.  

Vaya reto, no iba a ser tan fácil tomando en cuenta que en ambos casos la edad era un punto en mi contra. 

“Crecerás”, me dijo mamá cuando me vio llorando. 

Y crecí. Lo sucedido en aquel entonces me transformó en muchos sentidos. Gracias a ellos aprendí que el corazón es un músculo, pero a veces también se rompe. Que había que tener orgullo, aunque se piense que es pura vanidad.

 

@LetyTorres_G