La maternidad nunca fue un punto central en mi vida. De joven no me detuve a pensar si quería o no ser madre. Era como una especie de azar dejando que la vida me lo aclarara.
Mi primer embarazo fue a los 20. Apenas y me enteré de lo sucedido.
Un embarazo ectópico -fuera de la matriz- que dejó como saldo un corazón roto y una cicatriz en mi vientre imborrable.
La segunda vez tenía 24 cuando sin planearlo quedé embarazada.
No fue la mejor noticia. Tenía un trabajo prometedor, cumplía uno de mis grandes sueños profesionales y no estaba segura de amar al hombre con el que me casé.
¡Pff! que fuerte decirlo en voz alta.
Fue un embarazo terrible. Perdí mi trabajo, estuve en cama por meses y al final los niños -eran gemelos - murieron al nacer.
Llegamos al hospital cuando uno de ellos, Armando, ya estaba naciendo. Mis manos detenían su cabeza pegajosa para que no se saliera en medio de un oscuro pasillo.
Fue parto natural, pero con la muerte anunciada. Ellos o tú, me advirtió el doctor en el quirófano.
La falta de oxigenación consecuencia de la cardiopatía con la que nací, una infección en el parto
y sus apenas 31 semanas de gestación les arrebató la vida a unos días de nacer.
Una semana después de aquel 9 de marzo nos entregaron sus diminutos cuerpos de kilo y medio envueltos en un pañal, así, como si fueran desechables. Aquella imagen la llevo tatuada en mi mente.
Cada 9 de marzo mi estómago se aprieta, mi corazón llora en silencio y recuerda minuto a minuto aquel camino lleno de miedo, dolor, insensibilidad y el olor a muerte.
Una voltereta de la vida, de Dios, o de quien rigiera el universo.
La culpa me persiguió durante años y fue entonces cuando creí que la maternidad no era, ni sería parte de mi vida.
Que ironía, veinte años después nació Matías, mi hijo.
Me gusta pensar que su llegada es una recompensa de aquella terrible y dolorosa historia.
No tengo idea. Lo que sé es que jamás nadie me había visto con los ojos que me ve este jovencito y eso me hace sentir invencible.
Desde aquí honro estos 24 años que tendrían Armando y María José.
Y estos 24 años que les he extrañado.